domingo, 24 de abril de 2011

Consumir, tirar, consumir

Ya Heidegger nos recordó aquello de que el hombre es “un ser para la muerte” y que ésta solamente puede corroborarse por la muerte del “otro”, la clara evidencia del hecho humano de su caducidad puesta como fatal espejo ante nosotros, si bien jamás nadie la ha visto ni hablado de ella con conocimiento de causa, pues únicamente en la vida queda el marco del decir y más allá no hay palabras que amplíen el cerco. La evidencia de la muerte se da en la vida, únicamente en ella. Y esa constatación a través del “otro” traspasa la frontera de lo humano: es la naturaleza toda quien se encarga de mostrarnos su caducidad a cada soplo de aire, en los mundos animales y vegetales, en definitiva, allí donde hay ser vivo hay ser para la muerte. Pero aún más allá también los objetos cumplen su función de indicadores de la obsolescencia, del continuo irse de las cosas, de la fugacidad inherente al tiempo, cuyo movimiento, lo aseguró Aristóteles, es constante y cambiante al unísono; o como se dice en el budismo: todo es impermanente. Todo lo que viene para quedarse inicia en el mismo punto una partida, un recorrido de despedida.

En una estrofa del himno universitario “Gaudeamus igitur” se canta aquel clásico lugar común de la literatura, tan abrazado por Jorge Manrique, que sentencia así: “Ubi sunt qui ante nos fuerunt” (¿Dónde están los que vivieron antes que nosotros?), pregunta sempiterna de asombro ante la transitoriedad de la vida, ante su paso inescrutable que, como un feroz tornado, se lleva todo por delante, menos la perplejidad ante la ausencia de lo que un día fueran presente y presencia. Sin embargo, hoy día vivimos en apresurada mudanza, dejando una estela turbia de desechos, de baldía materia que tal vez matamos antes de lo necesario. Ya Karl Marx, en “El capital”, advierte de que en las sociedades capitalistas impera una “inmensa acumulación de mercancías” y, como sugiere el filósofo español José Luis Pardo en su interesante ensayo “Nunca fue tan hermosa la basura”, podríamos sustituir a estas alturas el término “mercancía” por el de “basura”, pues hoy más que nunca el destino de la mercancía se ha acortado tanto que su función principal es ser basura, dejar paso a lo nuevo, para no entorpecer el frenético ritmo del consumo: única razón de la producción.

Pues, como “todas las verdades aguardan en todas las cosas” (Walt Whitman), incluso lo menos poético y digno de relatar, como es la materia de desecho, puede ser protagonista de este artículo que busca plantear no más que una interrogación razonable: ¿cuál es el sentido de vivir entre tanta obsolescencia?, ¿por qué este afán por consumir, tirar y consumir? Probablemente los psicólogos dirán que es debido a una profunda carencia humana como consecuencia del sentimiento de insatisfacción que provoca ‘el consumismo por el consumismo’ como sustituto de esa otra insatisfacción de trasfondo que es la imposibilidad de establecer vínculos y lazos humanos consistentes, dejando un sentimiento de soledad y vacío que empuja a llenarlo con objetos emuladores de felicidad. En un documental titulado “Comprar, tirar, comprar”, de Cosima Dannoritzer, se nos plantea un concepto que merece la pena estudiar detenidamente: la “obsolescencia programada”, esto es, el diseño de objetos de consumo con la previsión de que su período de vida sea corto, permitiendo que el ritmo del consumo no disminuya, siendo además alentado por la publicidad, que no acaba de instarnos a comprar, a cambiar lo que tenemos por algo mejor, más eficaz o, sencillamente, más a la moda, al día. Un claro ejemplo de ello es la telefonía móvil, los automóviles, los objetos de vestimenta,… que son presentados como un signo de identidad, como una forma de mostrar y demostrar quiénes somos, cómo somos. El economista Serge Latouche habla de este fenómeno del consumo creciente en los siguientes términos: “Vivimos en una sociedad de crecimiento cuya lógica no es crecer para satisfacer las necesidades, sino crecer por crecer. Crecer infinitamente, con una producción son límites. Y, para justificarlo, el consumo debe crecer sin límites”. Y así seguimos cada día, empujados por la publicidad, por la fugacidad de la mercancía prefijada por sus productores, acumulando objetos para la muerte y para ello pidiendo créditos y ahogándonos en unas necesidades impuestas por un modelo de vida que va en contra de la vida, a espaldas de una naturaleza que no acumula desechos para sobrevivir sino que se regenera y recicla con un propio ritmo vital.

Las consecuencias de este despilfarro de energías necesarias para vivir podrían evidenciarse en cualquier momento si no lo están haciendo ya, dejando sus desperdicios en el aire, contaminando a un planeta minado y ensimismado por su lucha diaria para respirar y digerir el descontrol de sus inquilinos. No podemos dar las espalda al monstruo que tras este modelo de obsolescencias sin freno estamos alimentando: compuesto de residuos tóxicos, entre ellos los nucleares, cuya alarma ecológica todavía no tenemos la capacidad de atisbar. De lo viejo nace lo nuevo, así como del lodo brotan las bellas flores de loto, pero hacer sostenible lo insostenible es como pretender vaciar el mar a cucharadas. Por ello, buscar la raíz del problema, hacernos las preguntas adecuadas acerca de nuestro modelo de sociedad actual, nos llevará a descubrir las razones de una crisis global cuyo fin será palpable al sembrar aquellos nuevos valores con los que realmente queramos vivir y convivir en paz.

por José Manuel Martínez Sánchez

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